martes, 9 de enero de 2018

DE CARA AL CIELO

Corría el segundo día del año y mi agenda marcaba visitar a una amiga muy querida cuya salud había estado seriamente quebrantada, al punto que se temía lo peor. Afortunadamente, recobró su salud y con ella la alegría y jovialidad que la caracterizan. Empero, desde el año pasado le había ofrecido visitarla pero diversos acontecimientos ajenos a mis deseos retrasaron nuestro encuentro. Pero, llegó el día de la visita y luego de una amena charla y de contarnos las confidencias y andanzas de todo calibre acontecidas durante el año 2017, nos despedimos y emprendí el retorno a mi casa.

Decidí no llamar a ningún taxi “de aplicación” porque le había puesto la mira a un sencillo y delicioso restorán cercano a la casa de mi amiga, y dado que eran más de las seis de la tarde y mi pancita clamaba por alimento, opté por agasajarme en dicho establecimiento que conozco desde hace más de un cuarto de siglo. Me veía disfrutando de las butifarras, papa a la huancaína, malaya y diversas delicias que Miguel (así se llama el lugar), me ofrecían e ilusionada al mil, caminaba dichosa cual Heidi en los Alpes Suizos, por los parques que precedían a mi lugar de ensueños donde daría rienda suelta a mi hambre de león.
Feliz de haber visitado a mi amiga, de hallarla restablecida y al lado de sus seres amados, llena de proyectos y con una nueva vida, caminaba despreocupadamente, relajada, serena, con un hambre que casi nublaba mi razón, pero segura que a pocos metros me esperaba la gloria gastronómica.
Avancé sin prisa y sin pausa, feliz, yo era feliz de pensar en todo lo rico que me esperaba, por la pista que me conducía al lugar que ya he descrito cuando, no sé exactamente qué fue, pero pisé algo, una piedrita, el filo de una vereda, un cráter, la panza de un ratón, no sé qué, pero sentí claramente que mi pie izquierdo se torcía y que despedía el sonido seco y drástico como de “conejos” que le imprimían una sensación espeluznante, de solo recordarlo siento escalofríos, sumado a lo que vendría segundos después.
No sé si fue pequeño, duro, plástico, piedra o papel lo que se interpuso entre Miguel (el restorán, obviamente) y yo, lo único que sé es que perdí completamente el equilibrio, di un par de volantines a lo Nadia Comaneci (siempre quise ser como ella, lo admito), vi mi cara pegada al pavimento y en unos segundos mi hermosa y muy bien proporcionada anatomía cayó de costado para luego girar hacia la izquierda y quedar de cara al cielo.
Morí”, pensé, deduje que me había roto, que estaba camino a la luz, a la cual por supuesto no tengo ni la más peregrina intención de seguir por lo menos en cincuenta años más, pero en segundos mi vida pasó por mi mente, pensé en la chamba que tengo ahora en la que soy muy feliz, de cara al cielo miraba mi vida pasar mientras el pie izquierdo latía y me orillaba a gritar pero no, era el momento de echar mano de todas las herramientas espirituales: respirar, meditar, serenarme y agradecer porque no me he roto en mil pedazos al estilo de “La muerte le sienta bien”.
Lentamente me incorporé, sentada sobre el pavimento me abracé a mi patita herida y mientras la sobaba le pedía a todos los santos peruanos y foráneos que solo fuera un golpe menor, que a cambio de aminorar las consecuencias de mi caída, prometía no seguir pensando en la comida como factor de primer orden en mi vida, hice promesas inconfesables públicamente, todo con tal de que mi osamenta no se hubiera cuarteado siquiera.
Mientras me consolaba sentada al filo de la vereda, a la cual había accedido casi a rastras desde la pista porque no podía pararme del dolor, se acercaron dos curiosas a preguntarme “¿se cayó?”, a lo cual respondí: “No, solo estaba evaluando la calidad y resistencia del pavimento”, cegada por el dolor y la indignación de tener que escuchar a esas dos anancefálicas preguntarme huevadas, las ignoré mientras se alejaban mirándome con susto y disgusto pues mi cara de pitbull rabioso casi las devora.
Con gran esfuerzo logré ponerme en pie (sí, solo en uno porque el otro me dolía horrendamente), y cojeando caminé hasta hallar un taxi que me trajera a casa, afortunadamente pasó uno que si bien no era confortable ni moderno, me trasladó hasta mi hogar no sin antes pasar por la farmacia a comprar los primeros auxilios: una venda, un Dencorub y una Arcoxia de tres millones de miligramos para aplacar el dolor. 
Subí a mi depa, abrí la puerta con la poca fuerza que me quedaba y llegué a mi cama como un náufrago que se abraza al barco que lo salva y con toda la dulzura del mundo apliqué la pomada y vendé mi pie, por cierto, acto seguido fui a la cocina y con el primer líquido que hallé me empujé el calmante. Tenía miedo, mucho miedo y ello agudizaba los síntomas, si bien me dolía podía asentar el pie y caminar, lo cual alimentaba la esperanza que no fuera algo taaaaaaan grave.
Cuando estuve medianamente serena y cesó mi llanto, más de susto que de dolor, avisé a mi familia de mi accidente sin hacer mucho aspaviento, inicialmente me negué a ir al médico “no está roto, puedo caminar”, le dije a mi madre pero ella insistió en que vaya al Seguro a que me atiendan.
Más de fuerza que de ganas fui al día siguiente (debo admitir que el dolor cesó y podía asentar el pie), sin embargo seguía hinchado, en fin, acudí a Emergencia, me tomaron las placas respectivas y el médico y yo coincidimos: un golpe, horrible, pero solo un golpe. Me recetaron Ibuprofeno y hielo para bajar la hinchazón “y mantenga la pierna en alto”, sentenció el galeno, sugerencia que por cierto, me encanta.
A una semana del accidente, aún persiste la hinchazón pero en un grado mucho menor que el inicial, me duele si camino mucho, por lo que mantengo mi pie en reposo el mayor tiempo posible, lo cual me proporciona confort y aminora las molestias. Lo único que lamento es que no podré ir a la Maratón de Nueva York a hacerle competencia a la Melchor ni tampoco a la de RPP ¡caray, estos accidentes cómo me opilan mi “vena deportiva” de corredora incansable y de deportista nata!, gracias a Dios solo fue una estrellada contra el pavimento que por un instante me sumió en un susto de campeonato, pero que hoy veo como una anécdota que también me deja la moraleja de mirar por dónde voy en todas las rutas de mi vida… sabia lección.

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